El Gobierno ha anunciado a bombo y platillo que la siniestralidad laboral ha disminuido, habiendo descendido tanto el número de accidente graves como el de leves. Y eso es cierto, pero lo que no resalta tanto el Ministerio de Trabajo -sino que, por el contrario, procura que pase desapercibido- es que son muchos menos los trabajadores ocupados, por lo cual es completamente lógico que el número de accidentes de trabajo sea, también, mucho menor, independientemente de que se adopten o no las medidas de seguridad oportunas (es a la adopción de tales medidas a las que se atribuye, en exclusiva, el descenso del índice de siniestralidad laboral). Con una situación socio-laboral en la que el número de parados se acerca a los cuatro millones, sólo faltaría que los trabajadores estuviéramos sufriendo más accidentes de trabajo que hace un año.
En realidad, el Gobierno mal llamado socialista pretende situarnos en un mundo laboral idílico, en el que el drama humano (individual y familiar) que los accidentes de trabajo suponen es cada vez menos frecuente, gracias -por supuesto- a la labor de los dirigentes políticos, y no, como antes decíamos, a que el número de trabajadores empleados es mucho menor. Como es fácilmente previsible que el paro laboral siga aumentando durante bastante tiempo (los economistas al servicio de la burguesía no se ponen de acuerdo respecto a la duración de lo que llaman crisis), es de prever que cada vez se producirán menos accidentes, por lo que se podría llegar a la situación ideal: si nadie trabaja, no se producirá ningún accidente, y así ¡ojalá fuera cierto! No morirá ningún hermano de clase en su puesto de trabajo.
Otro factor que ha influido poderosamente en la disminución del número de accidentes de trabajo -junto al hecho evidente de que hay varios millones menos de trabajadores efectivamente ocupados ha sido el estallido de la burbuja inmobiliaria, del que se venía hablando hace años y que toda persona mínimamente sensata veía venir, puesto que es precisamente el sector de la construcción el que desde tiempo inmemorial tenía, con mucha diferencia, el índice de siniestralidad más alto, influyendo en ello claramente el que un alto porcentaje de los trabajadores inmigrantes haya venido desarrollando su actividad laboral en dicho sector, estando sometidos, en no pocos casos, a unas condiciones de trabajo más duras -y, en consecuencia, más inseguras- que las de sus compañeros de trabajo españoles. Por cierto que esos compañeros, venidos de otras zonas del mundo en busca de una vida más digna, suelen ser, además, los primeros en ser despedidos.
Lo cierto es que a los explotadores no les importa en absoluto el número de obreros que puedan morir en su lugar de trabajo. Para los empresarios el salario del trabajador es un coste más dentro del proceso de producción, como lo es una máquina, los gastos por transporte o cualquier otro concepto; además, trabajadores hay muchos, y sino basta con los nacidos aquí se importan de cualquier otro lugar del mundo, como hemos visto. O sea, que si uno muere hay otros varios que pueden ocupar su puesto. Y es coherente con su forma de entender las cosas el que los capitalistas no se preocupen cuando los trabajadores pierden su vida enriqueciéndoles, ya que el sistema capitalista se distingue, precisamente, porque el primer valor en su escala es el capital, el dinero, quedando por detrás otros valores mucho más importantes, como la libertad, la dignidad, el amor, la amistad, etc.
La ambición y el ansia de enriquecimiento ilimitados están siempre detrás de la explotación del hombre por el hombre (no cabe otra interpretación), y los muertos en el trabajo son una consecuencia de ello. Detrás de cada trabajador muerto en el tajo hay siempre un asesino: el que le obliga a trabajar en condiciones peligrosas para su integridad física. Más de dos millones de trabajadores mueren al año en el mundo (más que en las muchas guerras que constantemente se desarrollan en el Planeta) a consecuencia de accidentes de trabajado o de enfermedades profesionales. El tema de las enfermedades profesionales es, también, otra de las tragedias vitales de la clase obrera, puesto que la inmensa mayoría de ellas no son reconocidas como tales, sino que son consideradas enfermedad común.
En esto, como en todo, no vale poner parches. A grandes males, grandes remedios. Sólo la recuperación entre la generalidad de los trabajadores de la conciencia de clase -lo que conllevará el que la necesidad de organizarse para la lucha se hará evidente- podrá ir mejorando las condiciones de trabajo, hasta que llegue el día en el que los trabajadores, expropiando a la burguesía todos los bienes que ilegítimamente detenta, nos hagamos dueños verdaderamente de nuestro destino, organizando una nueva sociedad de seres libres e iguales, en la que el trabajo será únicamente el necesario, y más que un sufrimiento o incluso la muerte, será una distracción y hasta un placer.