Estamos sometidos a una permanente recarga eléctrica. Re-carga del uso de esa electricidad, sobre-carga en los precios de la misma, re-carga en espiral sobre nuestra incapacidad para hacer nuestra rutina fuera de estos usos. Todo ello lleva a menor autogestión y más dependencia.
Además, las grandes empresas energéticas producen de manera contaminante, recargando el coste ambiental. Este cambio se manifiesta en ocasiones con «desajustes» climatológicos como la reciente borrasca Filomena.
En esta situación las empresas productoras no dudan en subir los precios ante una previsible subida del consumo. El problema es que la energía no es un consumo cualquiera, se trata de una necesidad básica. Una, a la que no pueden acceder casi un 8% de la población en este país.
Los consumos se igualan por arriba. Tenemos una larga historia de consumos injustos que no está acompañada de una historia de lucha generalizada contra los mismos. La higiene femenina sigue gravada al 21% de IVA, así como la higiene para bebés. Desde el 2000 han entrado los fondos de inversión en la especulación de alimentos, generando subidas en el precio del arroz o el maíz de hasta el 120%.
El uso más cruel de esta problemática es el político. La Comunidad de Madrid ha decidido que el laissez-faire del frío y la irregularización acabe con los habitantes de Cañada Real. Este asentamiento irregular, que existe de los años setenta, no tiene una conformación muy distinta a la mayoría de barrios obreros del sur de Madrid.
La diferencia en este caso es la no regularización de los espacios ocupados. Entonces sí la acabó habiendo, debido a las largas luchas vecinales y la necesidad de «mano de obra» al calor de las subvenciones del Plan de Estabilización franquista en las décadas de los 50-60 (sacando de ello rédito algunos «amigos empresarios»). Esta deriva cambia en los años 70, con la crisis petrolera de 1973, cambiando los intereses del poder dejando entrar al narcotráfico a estos «no-lugares». Ha sucedido así en muchas grandes ciudades, a lo largo del mundo y del Estado español.
La cascada de consecuencias es clara, y la relación de una falta de visión global y de responsabilidad colectiva sólo la alimenta. Nuestras decisiones individuales pesan, pero si no nos plantamos frente a las tragedias colectivas de forma colectiva, cada vez seremos más los que decidamos entre comer o encender la calefacción.
Hace poco escuché como preguntaban a un inmigrante llegado en el «Aquarius» si esperaba conseguir una vida «normal» en España, a lo que el contestó: «Una vida normal no, yo quiero una vida digna». Esta resolución es la necesaria. Debemos luchar por la vida digna de todos los trabajadores y trabajadoras.
No podemos permitir que las grandes eléctricas produzcan energía con combustibles fósiles a nuestra costa. Hay que buscar las maneras, en la medida de nuestras posibilidades, en colectivo o por unidad familiar, de pasarse a energías renovables. Uno de nuestros mejores golpes es el boikot, y es necesario ejercerlo a través del consumo de renovables.
Nosotras creemos que el trabajo nos atraviesa, por eso luchamos desde el vértice sindical sin perder de vista el resto de causas. Si quieres formar parte de este nudo en esta red de resistencia, afíliate.